3 de septiembre de 2020.
Excelencia, Señoras, señores:
Me alegra recibiros y daros una cordial bienvenida a Roma. Agradezco a Monseñor de Moulins Beaufort que haya tomado la iniciativa de este encuentro tras las reflexiones de la Conferencia de los Obispos de Francia sobre la encíclica Laudato sí, reflexiones en las que participaron varios expertos comprometidos con la causa ecológica.
Somos parte de una sola familia humana, llamada a vivir en una casa común de la que constatamos, juntos, la inquietante degradación. La crisis sanitaria que atraviesa actualmente la humanidad nos recuerda nuestra fragilidad. Comprendemos hasta qué punto estamos ligados unos a otros, inseridos en un mundo cuyo devenir compartimos, y que maltratarlo no puede por menos que acarrear graves consecuencias, no sólo ambientales, sino también sociales y humanas.
Nos alegra el hecho de que la toma de conciencia de la urgencia de la situación se haga sentir en todas partes, de que el tema de la ecología cale cada vez más en las formas de pensar en todos los ámbitos y empiece a influir en las decisiones políticas y económicas, aunque quede mucho por hacer y sigamos siendo testigos de demasiada lentitud e incluso de retrocesos. Por su parte, la Iglesia Católica quiere participar plenamente en el compromiso de la protección de la casa común. No tiene soluciones preestablecidas que proponer y no ignora las dificultades de las cuestiones técnicas, económicas y políticas que están en juego, ni todos los esfuerzos que este compromiso conlleva. Pero quiere actuar concretamente donde sea posible, y sobre todo quiere formar conciencias para favorecer una conversión ecológica profunda y duradera, que es la única que puede responder a los importantes desafíos que enfrentamos.
En relación con esta conversión ecológica, quisiera compartir con vosotros el modo en que las convicciones de fe ofrecen a los cristianos una gran motivación para la protección de la naturaleza, así como de los hermanos más frágiles, porque estoy seguro de que la ciencia y la fe, que aportan diferentes aproximaciones a la realidad, pueden entrar en un diálogo intenso y productivo para ambas. (cf. Enc. Laudato Si’, 62).
La Biblia nos enseña que el mundo no nació del caos o del azar, sino de una decisión de Dios que lo llamó y siempre lo llama a la existencia, por amor. El universo es bello y bueno, y contemplarlo nos permite vislumbrar la infinita belleza y bondad de su Autor. Cada criatura, incluso la más efímera, es objeto de la ternura del Padre, que le da un lugar en el mundo. El cristiano no puede sino respetar la obra que el Padre le ha confiado, como un jardín para cultivar, para proteger, para que crezca según sus posibilidades. Y si el hombre tiene
derecho a utilizar la naturaleza para sus propios fines, no puede considerarse en modo alguno como su propietario o como un déspota, sino sólo como el administrador que tendrá que rendir cuentas de su gestión. En este jardín que Dios nos ofrece, los seres humanos están llamados a vivir en armonía en la justicia, la paz y la fraternidad, el ideal evangélico propuesto por Jesús (cf. LS 82). Y cuando la naturaleza se considera únicamente como un objeto de lucro e interés – una visión que consolida el arbitrio del más fuerte – entonces se rompe la armonía y se producen graves desigualdades, injusticias y sufrimientos.
San Juan Pablo II afirmaba “No sólo la tierra ha sido dada por Dios al hombre, el cual debe usarla respetando la intención originaria de que es un bien, según la cual le ha sido dada; incluso el hombre es para sí mismo un don de Dios y, por tanto, debe respetar la estructura natural y moral de la que ha sido dotado” (Centesimus Annus, 38). Así, pues, todo está conectado. Es la misma indiferencia, el mismo egoísmo, la misma codicia, el mismo orgullo, la misma pretensión de ser el amo y el déspota del mundo lo que lleva a los seres humanos, por una parte, a destruir las especies y a saquear los recursos naturales, por otra, a explotar la miseria, a abusar del trabajo de las mujeres y de los niños, a abrogar las leyes de la célula familiar, a no respetar más el derecho a la vida humana desde la concepción hasta el fin natural.
Por lo tanto, “Si la crisis ecológica es una eclosión o una manifestación externa de la crisis ética, cultural y espiritual de la modernidad, no podemos pretender sanar nuestra relación con la naturaleza y el ambiente sin sanar todas las relaciones básicas del ser humano” (LS, 119). Así que no habrá una nueva relación con la naturaleza sin un nuevo ser humano, y mediante la curación del corazón humano es cómo se puede esperar curar al mundo de su malestar social y ambiental.
Queridos amigos, os animo nuevamente en vuestros esfuerzos para proteger el medio ambiente. Mientras que las condiciones del planeta pueden parecer catastróficas y ciertas situaciones aparentan incluso ser irreversibles, nosotros los cristianos no perdemos la esperanza, porque tenemos los ojos puestos en Jesucristo. El es Dios, el Creador en persona, que vino a visitar su creación y a habitar entre nosotros (cf. LS, 96-100), para curarnos, para restablecer la armonía que hemos perdido, la armonía con nuestros hermanos y la armonía con la naturaleza. “Él no nos abandona, no nos deja solos, porque se ha unido definitivamente a nuestra tierra, y su amor siempre nos lleva a encontrar nuevos caminos” (LS, 245).
Pido a Dios que os bendiga. Y os pido, por favor, que recéis por mí.
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