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I año como obispo de esta Diócesis de San Andrés Tuxtla. Homilía

XX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO.

Bajada de la imagen del Cristo Negro de San Román

Campeche, Campeche, México

14 de agosto de 2022

 

Hoy Domingo XX del TO el mensaje de la Palabra de Dios puede parecer desconcertante para nosotros que buscamos la tranquilidad pues la experiencia de Jeremías es la del profeta rechazado y perseguido por anunciar el mensaje de Dios; la Carta a los Hebreos advierte acerca del sufrimiento a los que aceptan la fe; pero resulta más desconcertante el Evangelio, cuando Jesús afirma que no ha venido a traer la paz sino la división.

 



Al profeta Jeremías le tocó vivir momentos muy difíciles. Los ejércitos de Babilonia asediaban, la resistencia no soportaba más y la conquista era inminente. Jeremías no adivina el futuro, pues ésta no es la función del profeta, sino hablar en nombre de Dios y anunciar sus palabras, sin embargo, él sabe leer el presente y tiene capacidad de discernir, de modo que puede prever, no adivinar, lo que vendrá. Jeremías entiende bien que no se puede luchar contra el poderoso enemigo, pero cuando lo dice se enfrenta al rechazo los jefes de Israel. Por eso lo persiguen y lo echan en un pozo con fango y lo ponen al borde de la muerte.

 

El pasaje del Evangelio es más desconcertante aún, porque parece difícil escuchar a Jesús diciendo que “no ha venido a traer paz, sino división. Suena mejor cuando es llamado "Príncipe de la paz", o cuando habla de paz, armonía, perdón y reconciliación, como en el sermón de la montaña. Escucharlo en los términos que refiere san Lucas resulta extraño y hasta escandaloso. Pero, ¿cuál el sentido der sus palabras?

 

Ciertamente Jesús no está incitando a la violencia. Sería absurdo. Si bien su mensaje es de paz, sin embargo no tiene reticencia alguna para mostrar lo difícil de su misión y, en consecuencia, lo complicado que resulta seguirlo y practicar su enseñanza. Dicho de otro modo, es preciso, en primer lugar, aclarar el sentido que tiene aquí la palabra “paz” y, después, por qué el Señor no la viene a traer.

 

No se trata de la paz “cómoda y dulzona” de un pacifismo barato, fruto del instalarse en la tranquilidad egoísta y en la falta de compromiso; tampoco es la actitud relajada del que simplemente quiere estar a gusto, sin que nadie lo moleste. Quizás podría parecernos no solo normal y legítimo, sino incluso hasta justo, el reclamo de la propia tranquilidad, pero esto no es válido si el precio es dejar de hacer el bien a los demás. Ésta no es la paz que ha venido a traer Jesucristo.

 



Él ha venido a traer otro tipo de paz. La paz que se conquista y se construye a base de esfuerzo, entrega, lucha y decisión, aunque muchas veces tenga que afrontar infinidad de problemas y dificultades. La paz de Jesús no es la simple ausencia de conflictos, sino el fruto de la presencia salvadora de Dios en la vida del creyente, pero que empuja a un dinamismo de entrega y donación de sí mismo. Es la paz que se cultiva, en la dinámica del salmo 125: “Al ir iban llorando, llevando la semilla, al regresar vuelven cantando trayendo sus gavillas”.

 

El mesianismo de Jesús se basa en la oblación de sí mismo. Así también el que quiera acompañarlo es exigido a tomar la cruz y seguirlo con la entrega y decisión del Maestro. Él, por fidelidad a su Padre, tuvo que pasar por muchas pruebas y persecuciones, hasta la entrega de su propia vida. Nosotros, por fidelidad a él, también tenemos que asumir pruebas y penalidades de diversa índole. Su palabra es como un fuego que purifica, pero que también quema. Y esto duele.

 

El Evangelio advierte que oposiciones y hostilidades de esta índole se encuentran hasta en la propia familia, provocando divisiones: “Estará dividido el padre contra el hijo, el hijo contra el padre, la madre contra la hija, la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra a suegra”. No se trata de las diferencias familiares provocadas por motivos diversos, ni de discusiones por opiniones o puntos de vista sobre ciertos temas, que con frecuencia ocurren en las familias; mucho menos se trata de la división causada por caprichos o conflictos de interés material. Se trata más bien de los problemas y dificultades que tienen que afrontar quienes desean ser fieles a Cristo y a su Evangelio, sin sucumbir ante las situaciones críticas que dicha fidelidad genera.

 

La firmeza en las convicciones cristianas muchas veces puede ser motivo de incomprensión, crítica, rechazo, hostilidad y hasta de persecución. Así les ocurrió a muchos que abrazaron la fe cristiana durante los primeros siglos, como también en épocas posteriores y como sigue ocurriendo en la actualidad. Permanecer firmes en la fe y en convicción de creer suele acarrear muchos problemas.

 



En ese mismo tenor, la llamada Carta a los Hebreos, refiere los ejemplos de fe de los antepasados, quienes padecieron los sufrimientos y persecuciones, pero no sucumbieron. Pide “correr con perseverancia la carrera que tenemos por delante…” Ciertamente el ejemplo más elocuente es el del propio Jesús, quien “aceptó la cruz, sin temer su ignominia”. Por eso Hebreos llama a tener “la mirada fija en Él, quien es “autor y consumador de nuestra fe”. Y añade: “Mediten pues el ejemplo de aquel que quiso sufrir tanta oposición de parte de los pecadores, y no se cansen ni pierdan el ánimo”.